Artículo publicado el 11 de julio de 2019 en Actualidad Humanitaria (Público).
El recién elegido jefe de la política exterior europea, Josep Borrell, ha dicho en varias ocasiones (la última que yo lo oí fue en un debate televisado de la campaña para las elecciones europeas en la que fue primer candidato por el PSOE) que la inmigración es un serio problema que puede acabar desmembrando la Unión Europea. Creo que Borrell debería ponerse un gran cartel en su nuevo despacho de Bruselas, parecido al que se puso Bill Clinton con el propósito de no olvidarse del elemento fundamental de su campaña presidencial de 1992, pero en lugar de hacer mención a la economía, el de Borrell debería rezar: ¡Es la xenofobia, estúpido!
El problema no es la inmigración (a menos que le quitemos la acepción negativa al término problema). Los todavía 28 países de la Unión Europea, con 509 millones de habitantes, tienen una población inmigrada de 55,4 millones, pero 20,5 millones proceden de otros países de la misma UE, de modo que la inmigración recibida de fuera de la UE es de 34,9 millones de personas, el 6,9% de la población total. No es, ciertamente, un porcentaje alto. Y menos alto lo es para aquellos Estados de la UE que están magnificando “el problema de la inmigración”. En Polonia, la inmigración recibida de fuera de la UE es el 1% de la población, en Hungría es el 2%, en Eslovaquia es el 0,6% y en la República Checa es un poco mayor, el 2,8%, pero en este caso la mayoría procede de Ucrania, otro país europeo.
Por otra parte, la inmigración no sólo no es un problema negativo, sino que más bien es la solución (o parte de ella) a algunos problemas estructurales de la UE. La población nativa europea disminuye y envejece, al tiempo que crece un sector servicios muy necesitado de mano de obra (a ser posible joven). Europa sin inmigración está abocada a un suicidio demográfico, como ha dicho Lant Pritchett, execonomista del Banco Mundial y profesor de Harvard, que ha estimado que hasta el 2050 necesitaremos unos 200 millones de inmigrantes, es decir, seis veces más de los que tenemos ahora (1).
Lo que nos dice ese economista es que, ya en la próxima década, deberíamos triplicar el número de inmigrantes que ahora tenemos. Puede que esas estimaciones sean exageradas, pero van en la línea de lo que todos los estudios sobre mercado laboral, incluidos los de la Comisión Europea, señalan desde hace tiempo: que recibimos muy poca inmigración y necesitamos ampliarla notablemente.
¿Por qué la UE no se pone manos a la obra para abrir ampliamente las vías de inmigración? Sencillamente, porque hay algo que aún crece más deprisa que nuestros problemas demográficos: la xenofobia. Europa está enferma de xenofobia, enferma de nacionalismos excluyentes, enferma de supremacismos que deshumanizan a las personas de cualquier otro origen. Las políticas de inmigración de la UE están guiadas por esa xenofobia: cada vez que la Comisión Europea ha querido hacer un poco más racional la política de inmigración, cada vez que ha propuesto abrir vías de algún tipo, se ha encontrado con la firme oposición de unos cuantos Estados miembro.
Y, finalmente, todas las directivas y reglamentos europeos sobre inmigración están sobrecargados de prevenciones y medidas restrictivas, cuando no represivas; están hechos para hacer difícil la entrada legal de inmigrantes. El eje central de nuestras políticas es lo que llaman “lucha contra la inmigración ilegal”. Primero se hace difícil la entrada legal de personas inmigrantes y después se contenta a los sectores xenófobos (y se busca su voto) centrando las políticas en la “lucha contra la inmigración ilegal”. Y con ello se alimenta más la xenofobia y crecen los votantes xenófobos que demandarán más medidas xenófobas. Así de trastornados estamos.
Pero el arquetipo de la “lucha contra la inmigración ilegal” requiere otra reflexión más. ¿Es la inmigración laboral lo que estamos tratando de frenar? En parte sí, pero esa lucha antiinmigratoria esconde otra cosa: la voluntad de cortar el paso a los refugiados que tratan de llegar a Europa. Se dice que luchamos contra la inmigración ilegal, pero utilizamos esa lucha contra la entrada de refugiados, algo que los gobiernos no pueden decir, porque sería como reconocer que están actuando ilegalmente, ya que impedir la entrada de refugiados contradice la Convención de Ginebra de 1951 que todos los Estados europeos han suscrito. Lo cierto es que todas las vallas y muros construidos en las fronteras, los sistemas militarizados de vigilancia y los acuerdos con países terceros (como Turquía, Libia, Marruecos, etc.) están ubicados en la frontera sur y sureste europea, que es por donde nos llega el mayor número de refugiados.
Los datos de inmigración lo dejan bastante claro. De esos 34,9 millones de personas que están en la UE venidas de otras partes del mundo, 9,5 millones han venido de otros países europeos (Turquía, Rusia, Ucrania, Bosnia, Serbia, Suiza, Moldavia, Noruega, etc.), y muchos han tenido dificultades para migrar a la UE, pero no se han tropezado con las concertinas ni han sufrido los naufragios en el Mediterráneo. Lo mismo podemos decir de los 4,1 millones que ha venido de Latinoamérica y de una parte de los 9 millones venidos de Asia, y aún han sido menores las dificultades para el millón que ha venido de Norteamérica (2). En realidad, toda la maquinaria fronteriza que los Estados de la UE han puesto en marcha para dar satisfacción a cuantos exigen medidas de “lucha contra la inmigración ilegal” está mirando hacia África, Oriente Próximo y Sur de Asia, las zonas en las que se produce la mayor parte de los conflictos bélicos y, por tanto, de las que huye la mayor parte de los refugiados.
A esto nos ha llevado la xenofobia: a incumplir con nuestra obligación legal (y por supuesto humanitaria) de dar acogida a los refugiados que huyen de los conflictos bélicos y las persecuciones. Estamos vulnerando la Convención de Ginebra sobre Refugiados y, además, nos hemos convertido en países bastante cicateros en la acogida de refugiados.
Esa segunda afirmación puede sorprender, ya que mucha gente cree que los países europeos están entre los que mayor número de refugiados reciben. La realidad es totalmente la contraria: sólo el 15% de los refugiados que hay en el mundo está acogido en los países del Norte Global (Europa, Norteamérica, Australia, Japón y Nueva Zelanda). Los diez países que mayor número de refugiados acogen son: Turquía (3,5 millones, de los que la inmensa mayoría son sirios), Pakistán (1,4 millones, la gran mayoría afganos), Uganda (1,4 millones, de los que casi un millón son de Sudán del Sur), Líbano (1 millón, casi todos sirios), Irán (1 millón, el 96% afganos y el 3% iraquíes), Alemania (1 millón de procedencias diversas: sirios, afganos, eritreos…), Bangladés (0,9 millones, rohinyás procedentes de Myanmar), Etiopía (0,9 millones, principalmente de Sudán del Sur), Sudán (0,9 millones, la mayoría procedente de Sudán del Sur), Jordania (0,7 millones, casi todos sirios) y la República Democrática del Congo (0,5 millones, de varias procedencias). Como vemos, sólo un país de la UE está en ese top 10, y no en uno de los primeros puestos.
Definitivamente, aunque gestionar bien la inmigración es un asunto muy importante, el mayor reto que tiene Europa no es ése, es la lucha contra la xenofobia. En esto es en lo que deberían estar empleándose a fondo los gobiernos y las instituciones comunitarias.
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