Artículo publicado en El Triangle, el 20 de diciembre del 2018
El Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular, que tuvo su aprobación final por la Asamblea de NNUU el 19 de diciembre, parecía, mientras se preparaba a principios de año, que iba a dar poco que hablar. Sin embargo, la controversia comenzó cuando Donald Trump retiró a los Estados Unidos del mismo, y después le siguieron en cascada Hungría, Israel, Australia, Suiza, Italia, Austria, Bulgaria, República Checa, Polonia, Eslovaquia, Estonia y Letonia. Todos alegaban que el Pacto coarta la soberanía nacional y obliga a aceptar ciertas reglas favorables a los inmigrantes, reglas que no quieren admitir todos esos gobiernos que han destacado por sus políticas antiinmigración.
A la vista de tales reticencias y, sobre todo, de quienes las formulan, cabría pensar que estamos ante un buen Pacto, o sea, que por fin van a ser respetados los derechos de las personas migrantes, y que habrá una gestión internacional de las migraciones que las harán seguras, ordenadas y regulares (como reza el título del Pacto).
Nada más lejos de la realidad.
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